Bajo el manto estrellado

La noche caía sobre la pequeña aldea, envolviéndola en un manto de terciopelo negro salpicado de diamantes. Lucía, una joven de ojos grandes y tez bronceada, se alejó del bullicio del pueblo y se dirigió hacia las afueras, donde la única luz era la que provenía del cielo.Se sentó sobre una roca lisa, dejando que la brisa fresca acariciara su rostro. A su alrededor, el silencio era ensordecedor, roto solo por el canto de los grillos y el leve crujir de las hojas bajo sus pies. Alzó la vista hacia el cielo, y quedó cautivada por la inmensidad del cosmos. Millones de estrellas brillaban con una intensidad que parecía desafiar la oscuridad. Lucía se sintió pequeña, insignificante, una mera mota de polvo en el vasto universo. Sin embargo, esa pequeñez no le provocó miedo, sino una profunda sensación de paz y conexión. Recordó las palabras de Séneca: "Mundus ipse est ingens deorum omnium templum". El mundo era un templo, un lugar sagrado donde habitaban los dioses. Y las estrellas, con su luz eterna, eran los faros que guiaban a la humanidad.

Lucía cerró los ojos y respiró hondo, sintiendo la energía del universo fluir a través de ella. Se sentía parte de algo más grande, algo que la trascendía. Las preocupaciones del día a día se desvanecieron, reemplazadas por una sensación de calma y plenitud.  Permaneció así durante un largo rato, absorbiendo la belleza del cosmos. Cuando finalmente abrió los ojos, se sintió renovada, llena de una nueva perspectiva sobre la vida. La inmensidad del universo le había recordado la importancia de la humildad, la gratitud y la conexión con algo más grande que uno mismo. Alcanzó una pequeña flor silvestre que crecía cerca de ella y la guardó en su bolsillo, como un símbolo del regalo que había recibido esa noche. Se levantó de la roca y regresó a la aldea, con el corazón rebosante de paz y la mente llena de estrellas. A partir de ese día, Lucía nunca volvería a mirar el cielo de la misma manera.