La tía Rosita era una mujer peculiar, y no solo porque coleccionaba figuritas de gnomos o porque preparaba una infusión para cada mal imaginable (incluyendo los lunes). No, lo que la hacía verdaderamente peculiar era su bufanda. No era una bufanda cualquiera; esta era una bufanda larga, de colores chillones y con unos pompones tan grandes que podrían haberse usado como armas en un combate medieval.
Un día, durante una de sus muchas visitas inesperadas, la tía Rosita llegó al departamento de Nicolás. Él la recibió con la sonrisa forzada de quien sabe que una visita de su tía puede durar entre cinco minutos y cinco días, dependiendo del estado de ánimo de Rosita y de lo mucho que necesitara alejarse de sus gnomos.
—¡Nicolás, querido! —exclamó la tía mientras desenrollaba la interminable bufanda de su cuello, creando una pila en el suelo que casi parecía una alfombra persa—. ¡No sabes la de cosas que puede hacer una buena bufanda!
Nicolás arqueó una ceja. Ya había escuchado esta historia antes: la bufanda que servía como sombrero improvisado, como cuerda para atar el maletero del auto, como cuerda de saltar para los sobrinos pequeños... Pero aquella vez, la tía Rosita tenía algo diferente en mente.
Todo comenzó con un gato. Un gato negro, gordo y malhumorado llamado “Señor Pelusín” que, para disgusto de Nicolás, vivía en el piso de arriba y disfrutaba de orinar en su puerta al menos tres veces por semana. Nicolás había intentado todo: desde gritarle al dueño del gato hasta esparcir granos de café y cáscaras de naranja en su puerta, pero nada funcionaba.
—¡No te preocupes, cariño! —dijo la tía Rosita, con su bufanda al hombro y una mirada que solo podía describirse como de loca genialidad—. ¡Déjamelo a mí!
Esa noche, mientras Nicolás intentaba trabajar, Rosita salió con su bufanda y una sonrisa maliciosa en su rostro. A la mañana siguiente, Nicolás fue recibido por un espectáculo inesperado: la bufanda se había extendido como una telaraña de colores, atrapando al Señor Pelusín en un nudo de lana que lo dejaba completamente inmóvil pero ileso, aunque con su dignidad felina gravemente herida.
—¡Voilà! —dijo Rosita, entrando triunfante—. Esta bufanda no solo atrapa gatos, también puede servir como red de pesca, cuerda de rescate, o incluso como tendedero si lo necesitas. Solo hay que darle un poco de imaginación.
Esa misma bufanda, a lo largo de la semana, demostró su versatilidad: sirvió como cuerda para saltar cuando Nicolás necesitaba ejercicio, como improvisado sostén para una planta en maceta que se inclinaba peligrosamente, y hasta como un soga para colgar una lámpara que Rosita estaba segura que "mejoraría la iluminación del cuarto".
Al final, la tía Rosita se fue tan abruptamente como llegó, llevándose la bufanda consigo. Pero la historia de la bufanda encantada quedó para siempre. Nicolás, por su parte, nunca volvió a ver al Señor Pelusín en su puerta. Y si alguien preguntaba, solo tenía que decir: "La tía Rosita y su bufanda lo solucionaron todo".
Porque a veces, lo único que se necesita para arreglar un problema no es más que una buena bufanda y una pizca de locura.