Un pueblo espléndido y generoso

Hay que reconocerlo, aunque nos pese. El pueblo español es espléndido y generoso como pocos. Un auténtico monumento de virtud colectiva, forjado en siglos de historia, enfrentado a mil tempestades y siempre, siempre saliendo a flote con esa dignidad tan nuestra, tan a prueba de balas. El español medio, ese que a diario levanta el país con sus manos callosas, es una joya. Pero no una joya cualquiera, no señor, una de esas que brillan en lo más oscuro. Capaz de aguantar carros y carretas, de tragar sapos del tamaño de elefantes y seguir diciendo “aquí no pasa nada”. Un ejemplo para el mundo.

Porque hay que decirlo: somos generosos. En este país no se le niega nada a nadie, y menos aún a nuestras más excelsas figuras. A los Borbones, por ejemplo, esos reyes de España que, si tuvieran un poco de pudor, ya habrían dimitido todos hace siglos y se habrían largado a vivir de su fortuna bien ganada. Pero no, ahí siguen, reinando, cazando, y algún que otro capricho que mejor ni mencionar. Y nosotros, espléndidos y generosos, les pagamos las fiestas, las camas y las amantes. Porque para eso estamos, para mantener las tradiciones.

Es increíble cómo este país, con ese humor tan característico, lo acepta todo. Sabemos de sus aventuras, de sus escapadas, de las millonadas que se esfuman en paraísos fiscales mientras el español de a pie paga religiosamente sus impuestos. Pero qué importa, decimos, si siempre ha sido así. Desde los tiempos de Isabel y Fernando, pasando por Carlos V y sus hijos, hasta nuestros días. Somos un pueblo con memoria, sí, pero también con una paciencia infinita.

Y lo mejor de todo, es que no solo somos espléndidos con los reyes. No, no, aquí repartimos a manos llenas. Perdónanos, no una, sino mil veces, a nuestras queridas autoridades que, conociendo las tropelías de sus majestades, prefieren mirar para otro lado. Porque hay que tener cuidado, señores, que ya sabemos lo difícil que es llevar una vida tan ajetreada como la de los reyes. A ver quién de nosotros aguantaría tanto estrés, tantos compromisos reales, sin darse un respiro. Y claro, nuestras autoridades entienden eso mejor que nadie. Por eso, generosas ellas también, tapan y ocultan, dejan pasar. Total, el español de a pie seguirá yendo a trabajar mañana.

Somos una joya de pueblo, qué duda cabe. El mundo debería aprender de nosotros. ¿Qué otros países tienen tanta capacidad para aguantar lo inaguantable, para perdonar lo imperdonable? Con una sonrisa, además. Porque aquí, señores, nos gusta hacer las cosas a lo grande. Y si se trata de mantener reyes con amantes, millonarios ocultando fortunas, o autoridades mirando hacia otro lado, lo hacemos con estilo. Y con orgullo.

Así que sigamos así, brillando en lo más oscuro. Después de todo, somos espléndidos y generosos.

Niño rico, niño pobre


¡Muy buenas! ¡Qué maravilla de público! ¡Oye, qué guapos estáis hoy, hombre! Yo vengo hoy a hablaros de un tema importante: los nombres que le ponen los famosos a sus hijos. ¡Cuidado con esto!

Mira, David Beckham y Risto Mejide... ¡Esa gente es rica! Y, claro, como son ricos, pues tienen esas manías... ¿Sabéis cómo llaman a sus hijos? ¡Brooklyn y Roma! ¡Brooklyn! ¿Pero esto qué es? ¡Claro! Porque dicen que es en honor al lugar donde fueron concebidos. ¡Ahí está la clave! ¡Porque son ricos! Tú imagínate si los pobres hiciésemos lo mismo... ¿Cómo le llamas al chaval? ¡"Sofá de tus padres"!

¡Claro! Porque vamos a ser realistas: cuando uno tiene dinero, va a sitios como Brooklyn, Roma, París... ¡Qué glamour! Y luego el crío tiene un nombre que te lo imaginas jugando al tenis en Wimbledon. Ahora, nosotros, los pobres... ¿qué? Si hiciésemos lo mismo, ¿cómo llamas a tu hijo? ¡"Asiento trasero de un Seat Ibiza"! O peor, si la cosa se alargó un poco... ¡"Maletero"! ¡Que ya no cabíais ni en el coche!

Y luego están los que lo conciben en el hostal ese de mala muerte que hay en todas las ciudades, el de las paredes finitas... ¡Le tienes que poner "Hostal Antonio"! ¡Porque ahí fue donde pasó todo! Te imaginas al niño en clase: "Antonio, ¿por qué te llamas así?" "Pues porque mis padres no tenían ni para un Airbnb, profe".

O peor, si la cosa se dio en la encimera de la cocina. ¡"Encimera Fernández", a sus órdenes! Claro, porque con los pobres no hay margen para inventarse cosas elegantes. Tú no puedes ponerle "Isla Bora Bora" a tu hijo, ¡si lo más exótico que has pisado es la playa de Benidorm y con suerte!

Yo me imagino a un pobre llamando a su hijo "Lavadero", o "Patio de luces". O, si la cosa se da en el coche... ¡"Rotonda"! ¡"Rotonda García"! Y lo peor es cuando llega la adolescencia... ¿Cómo le explicas tú al chaval que su nombre viene de una noche loca en una furgoneta de reparto? ¡Que le arruinas la vida! ¡"Papá, mamá, todos mis amigos son de ciudades, ¡y yo soy del 'parking del Carrefour'!"

¡Qué vida esta, amigos! ¡Que los ricos lo tienen todo y encima se permiten esas cosas! Y nosotros... ¡ni para ponerle nombre a los niños como Dios manda!

¡Muchas gracias, buenas noches!

Ser rico y de derechas

¡Hola! ¿Está el gobierno? Que se ponga.

Resulta que me han contado una cosa que... ¡Mira! Me ha dejado pensando... Me han dicho que ser rico ayuda a ser de derechas, ¿tú te lo puedes creer? Claro, yo al principio pensé: "¡Ah, claro, con razón!" Es que, a ver, cuando eres rico, lo de ser de derechas te viene así, ¡como en el paquete! Igual que cuando compras una lavadora y te regalan el suavizante. Pero ojo, porque luego me dijeron: "¡Ser de derechas no ayuda a ser rico!" ¡Y ahí me han matado!

Digo, vamos a ver, ¿cómo es eso? Entonces, ¿pa’ qué te apuntas? ¡Qué timo! Porque, claro, yo pensaba que si te hacías de derechas, al menos te tocaba algo. Una herencia, un chalecito, una tarjeta negra, ¡algo! ¡Pues no! Te quedas ahí, esperando, con la banderita en la mano y... ¡nada! Te hacen sentir como cuando compras un billete de lotería y solo te toca la pedrea.

Y me lo imagino al pobre de derechas mirando a los ricos y pensando: "A ver si me toca un poquito de lo que tienen ellos...". Pero nada, no hay reparto. Es como estar en la fiesta y ver pasar la bandeja de jamón... pero no te dan ni una lonchita. ¡Tú solo ves cómo los demás lo disfrutan!

Es que es triste. ¡Yo pensaba que había como un carnet VIP o algo! Y que, con ese carnet, te ibas al banco y te decían: "¿De derechas? ¡Aquí tiene su maletín de billetes! Y de regalo, una cuenta en Suiza". Pero no, resulta que no es tan fácil. ¡Es una estafa emocional!

Y claro, uno ya no sabe qué hacer. Porque si ser de derechas no te garantiza ser rico, y ser de izquierdas tampoco... pues, ¿qué te queda? ¡Hacerse suizo! Pero, claro, en Suiza está todo lleno de gente rica, y ahí ni de izquierdas ni de derechas, ¡ahí todos con un reloj en la muñeca y una vaca de chocolate en la mano!

En fin, yo ya no sé a quién llamar para reclamar... ¿Al banco? ¿Al partido? ¡O directamente a los Reyes Magos! ¡Que esos, al menos, cuando no te traen lo que pides, te dejan carbón... y eso, con el precio de la energía, ya es algo!

¡Qué país!

Envidia y realidad

Había una vez en un pequeño pueblo, un joven llamado Tomás. Vivía una vida sencilla, con una familia modesta y un trabajo en una carpintería local. Era trabajador y honesto, pero en su corazón albergaba un sentimiento oscuro: la envidia.

Cada día, Tomás pasaba por la casa de Lucas, su vecino. Lucas había sido su compañero de infancia, pero sus vidas habían tomado caminos distintos. Mientras Tomás luchaba para llegar a fin de mes, Lucas parecía tener todo lo que Tomás siempre había deseado. Tenía una casa grande, un coche nuevo, y era dueño de su propio negocio próspero. A menudo, Tomás veía a Lucas compartiendo su vida perfecta en las redes sociales: viajes, cenas elegantes, y un círculo de amigos que parecían tan exitosos como él.

"¿Por qué no puedo tener esa vida?", se preguntaba Tomás, mordiéndose el labio con frustración. Aunque intentaba ignorar el éxito de su vecino, cada vez que veía una nueva publicación o escuchaba a alguien hablar sobre los logros de Lucas, el resentimiento crecía en su interior.

Un día, mientras Tomás trabajaba en la carpintería, escuchó una conversación entre dos clientes que mencionaban a Lucas. "Es impresionante cómo Lucas ha conseguido todo lo que tiene. Parece que todo lo que toca se convierte en oro", dijo uno de ellos. Esa noche, Tomás no pudo dormir. La envidia ya no era una simple molestia; se había convertido en una obsesión.

Una tarde, mientras caminaba por el parque, vio a Lucas sentado en un banco, mirando al horizonte. Algo en su expresión llamó la atención de Tomás. No parecía el hombre alegre y satisfecho que siempre mostraba al mundo. Sus hombros estaban caídos y tenía una mirada perdida, como si llevara una carga invisible. Impulsado por la curiosidad y, tal vez, por un deseo de encontrar un defecto en la vida perfecta de su vecino, Tomás se acercó.

"Hola, Lucas", dijo Tomás, tratando de sonar casual.

Lucas levantó la vista, sorprendido, y forzó una sonrisa. "Hola, Tomás. ¿Cómo estás?"

Tomás se sentó a su lado, incómodo por el silencio que siguió. Finalmente, se atrevió a preguntar: "Lucas, siempre pareces tener todo bajo control. Debe ser genial tener una vida tan perfecta."

Lucas dejó escapar una risa amarga. "¿Perfecta? Si supieras..." Sus palabras sorprendieron a Tomás.

"¿A qué te refieres?", preguntó, con el ceño fruncido.

Lucas miró al suelo y suspiró. "Lo que ves no siempre es lo que es. Sí, tengo una casa bonita, un negocio exitoso, pero todo eso tiene un precio. He sacrificado mi tiempo, mi salud, incluso mi relación con mi familia. A veces siento que estoy perdiendo lo más importante en la vida mientras persigo algo que no sé si realmente me hace feliz."

Tomás quedó en silencio, digiriendo las palabras de Lucas. Durante tanto tiempo, había envidiado lo que veía desde fuera, sin darse cuenta de las luchas internas que Lucas enfrentaba. Por primera vez, sintió una profunda vergüenza por haber juzgado la vida de su vecino sin conocer su realidad.

"Supongo que todos tenemos nuestras cargas", dijo finalmente Tomás, más para sí mismo que para Lucas.

Esa noche, Tomás se fue a dormir con una nueva perspectiva. La envidia que había sentido durante tanto tiempo empezó a desvanecerse, reemplazada por una comprensión más profunda de que la verdadera felicidad no siempre se encuentra en lo material o en lo que otros poseen. A partir de ese día, decidió centrarse en su propio camino, valorando lo que tenía y dejando de comparar su vida con la de los demás.

Lucas, por su parte, continuó con sus desafíos, pero esa conversación también lo hizo reflexionar sobre sus prioridades. Ambos hombres, aunque en caminos diferentes, habían aprendido una valiosa lección: la vida no es siempre lo que parece, y cada uno debe encontrar su propio equilibrio, sin envidiar lo que otros tienen.

La polarización de Epi y Blas

(Escena: Epi y Blas están en su apartamento, sentados en el sofá viendo la televisión. Epi está cambiando de canales, y Blas parece estar frustrado por lo que ve.)

Blas: ¡Ay, Epi, esto es insoportable! No puedes ver la tele sin que te metan política por todos lados.

Epi: Pues sí, Blas, ya ni de izquierdas ni de derechas, ya no sabes ni qué pensar. A mí todo eso no me va, yo soy apolítico.

Blas: ¡Exacto! Ni progre ni facha, ni feminista ni machista, que todas las opiniones son respetables, ¿no?

Epi: Claro, Blas. Pero últimamente parece que no se puede decir nada. Ahora no hay libertad para hablar.

Blas: Sí, sales un rato de casa y te ocupan la casa, ¡esto ya es el colmo!

Epi: (Asiente) Es que cada vez hay más cosas prohibidas, Blas. Los ecologistas lo prohíben todo, no se puede hacer nada.

Blas: ¡Eso es! Y además, nos quieren meter en la cabeza que España cada día se parece más a Venezuela.

Epi: (Suspira) No sé, Blas. Todos los políticos son iguales. Es un Gobierno Frankenstein.

Blas: (Con sarcasmo) ¡Y luego está lo del casoplón en Galapagar! ¡Menudo ejemplo!

Epi: ¡Eso, eso! Y luego a nosotros nos dan la paguita y creen que con eso ya somos felices.

Blas: Yo soy autónomo y no hago más que pagar. No me puedo poner malo. Y en los últimos 6 años han subido 65 veces los impuestos. ¿Quién aguanta esto?

Epi: (Riendo) Al final uno no sabe ni qué pensar, Blas. Pondría un muro en Cataluña y punto.

Blas: ¡Hombre, Epi! ¿Qué pasa, ahora eres fan de Franco?

Epi: (Pensativo) Bueno, Franco también hizo cosas buenas... como hacer rica a Cataluña, dicen.

Blas: (Mira a Epi con sorpresa) No soy racista, pero...

Epi: Blas, siempre dices eso y luego la lías. ¿Sabes qué? Yo paso de todo esto, Blas. A mí déjame tranquilo. Todas las opiniones son respetables y no tengo ganas de discutir.

Blas: Sí, Epi, pero es que ahora, si apoyas a Palestina, eres antisemita, y si no, pues eres lo otro. Ya no puedes opinar de nada.

Epi: Pues nada, Blas, mejor vemos otra cosa. ¡Pon los Muppets, que al menos no hablan de política!

(Epi cambia el canal y los dos se relajan mientras ven un programa más ligero.)

Blas: Tienes razón, Epi. A veces es mejor no complicarse.

Epi: ¡Eso, Blas! A disfrutar y no complicarse la vida, ¡que para eso estamos!

(Epi y Blas sonríen mientras siguen viendo la televisión, dejando de lado las preocupaciones y disfrutando del momento.)

La bufanda encantada de la tía Rosita

La tía Rosita era una mujer peculiar, y no solo porque coleccionaba figuritas de gnomos o porque preparaba una infusión para cada mal imaginable (incluyendo los lunes). No, lo que la hacía verdaderamente peculiar era su bufanda. No era una bufanda cualquiera; esta era una bufanda larga, de colores chillones y con unos pompones tan grandes que podrían haberse usado como armas en un combate medieval.

Un día, durante una de sus muchas visitas inesperadas, la tía Rosita llegó al departamento de Nicolás. Él la recibió con la sonrisa forzada de quien sabe que una visita de su tía puede durar entre cinco minutos y cinco días, dependiendo del estado de ánimo de Rosita y de lo mucho que necesitara alejarse de sus gnomos.

—¡Nicolás, querido! —exclamó la tía mientras desenrollaba la interminable bufanda de su cuello, creando una pila en el suelo que casi parecía una alfombra persa—. ¡No sabes la de cosas que puede hacer una buena bufanda!

Nicolás arqueó una ceja. Ya había escuchado esta historia antes: la bufanda que servía como sombrero improvisado, como cuerda para atar el maletero del auto, como cuerda de saltar para los sobrinos pequeños... Pero aquella vez, la tía Rosita tenía algo diferente en mente.

Todo comenzó con un gato. Un gato negro, gordo y malhumorado llamado “Señor Pelusín” que, para disgusto de Nicolás, vivía en el piso de arriba y disfrutaba de orinar en su puerta al menos tres veces por semana. Nicolás había intentado todo: desde gritarle al dueño del gato hasta esparcir granos de café y cáscaras de naranja en su puerta, pero nada funcionaba.

—¡No te preocupes, cariño! —dijo la tía Rosita, con su bufanda al hombro y una mirada que solo podía describirse como de loca genialidad—. ¡Déjamelo a mí!

Esa noche, mientras Nicolás intentaba trabajar, Rosita salió con su bufanda y una sonrisa maliciosa en su rostro. A la mañana siguiente, Nicolás fue recibido por un espectáculo inesperado: la bufanda se había extendido como una telaraña de colores, atrapando al Señor Pelusín en un nudo de lana que lo dejaba completamente inmóvil pero ileso, aunque con su dignidad felina gravemente herida.

—¡Voilà! —dijo Rosita, entrando triunfante—. Esta bufanda no solo atrapa gatos, también puede servir como red de pesca, cuerda de rescate, o incluso como tendedero si lo necesitas. Solo hay que darle un poco de imaginación.

Esa misma bufanda, a lo largo de la semana, demostró su versatilidad: sirvió como cuerda para saltar cuando Nicolás necesitaba ejercicio, como improvisado sostén para una planta en maceta que se inclinaba peligrosamente, y hasta como un soga para colgar una lámpara que Rosita estaba segura que "mejoraría la iluminación del cuarto".

Al final, la tía Rosita se fue tan abruptamente como llegó, llevándose la bufanda consigo. Pero la historia de la bufanda encantada quedó para siempre. Nicolás, por su parte, nunca volvió a ver al Señor Pelusín en su puerta. Y si alguien preguntaba, solo tenía que decir: "La tía Rosita y su bufanda lo solucionaron todo".

Porque a veces, lo único que se necesita para arreglar un problema no es más que una buena bufanda y una pizca de locura.

En la inmensidad del océano, bajo un cielo teñido de auroras rosadas, emergió Venus, nacida de la espuma del mar. Su piel brillaba con un resplandor dorado, y su cabello, ondulado y largo, danzaba al ritmo de la brisa marina. Los dioses y las diosas observaban desde el Olimpo, maravillados por su belleza incomparable.

Venus, de pie sobre una concha gigantesca, avanzaba lentamente hacia la orilla. El agua la rodeaba en un abrazo delicado, reflejando su imagen divina. A cada paso, el mar parecía reverdecer, llenándose de vida y color.

En la playa, esperaban las Horas, diosas del tiempo, con un manto adornado con flores primaverales. Con gracia y reverencia, envolvieron a Venus, protegiéndola del aire frío de la mañana. Al tocar la tierra, su presencia transformó el lugar, haciendo florecer la hierba y los árboles en un estallido de colores y aromas.

La diosa del amor y la belleza, consciente de su destino, se preparó para llevar el encanto y la pasión al mundo de los mortales. Su llegada prometía despertar corazones, inspirar artistas y poetas, y recordarle a la humanidad la eterna búsqueda de la belleza y el amor puro. Así, Venus, la recién llegada, inició su viaje en el mundo terrenal, dejando tras de sí un legado que perduraría por siglos.