En la pequeña cocina de la cabaña, el sol matutino se filtraba a través de la ventana desgastada. Las paredes, cubiertas de pintura descascarada, guardaban historias de generaciones pasadas. Allí, el panadero, con su delantal blanco y manos curtidas, amasaba la masa con devoción. El aroma a levadura y harina llenaba el aire mientras las tablas de madera crujían bajo sus pies. Los utensilios de cocina colgaban de ganchos oxidados: una cuchara de palo, una espátula desgastada y una tetera de hierro fundido. El pan recién horneado reposaba sobre la mesa, su corteza dorada y crujiente.
El panadero sonrió al recordar a su abuela, quien le enseñó los secretos de la masa y la paciencia. Cada día, antes de que el sol alcanzara su cenit, él amasaba con amor y esperanza. El pan era más que alimento; era un vínculo con el pasado y un regalo para el futuro. Los rayos dorados acariciaban las vetas de la madera, creando un juego de luces y sombras. El panadero sabía que su oficio era más que una rutina diaria. Era una conexión con la naturaleza, con la tierra y con aquellos que compartieron su mesa a lo largo de los años.
Así, en esa cocina rústica, el panadero continuó su labor, alimentando no solo los cuerpos, sino también los corazones. El sol se alzaba, y el aroma a pan fresco se mezclaba con la nostalgia y la promesa de un nuevo día.